Cuando Colón descubrió América trajo consigo grandes riquezas para la reina Isabel. Pero fueron sus mapas el tesoro más preciado de todos, pues gracias a ellos otros pudieron seguir explorando la tierra recién descubierta.
Fraser Boa sobre los sueños
Resulta paradójico cuántas cosas debemos a ladrones de todo tipo en la historia del mundo.
Me despertó el sol que caía sobre la habitación. Me estiré encantado pensando en el día tan estupendo que me esperaba una vez más. Iría de caza? A un torneo? A ver a los músicos que habían venido incluso desde Bremen? Un festín con los amigos? Y por la noche quizás me encontraría con esa dama noble del castillo vecino que llevaba tiempo insistiendo en que nos viéramos? Muchas opciones entre las que elegir, y ¡a cuál mejor!
Era el único hijo de la Gran Reina, y llevaba una vida fantástica mientras esperaba que llegara mi turno para tomar la corona. Tenía multitud de intereses y, cuando no me dedicaba a la vida holgazana, me preparaba para el cargo que debería ocupar en un futuro. Todos me decían que sería un buen rey, y que el estado florecería bajo mi reinado. De vez en cuando casi sentía como asomaba en mí algún destello de aburrimiento, pero llegaban otros entretenimientos que lo hacían desaparecer. Buscaba tener nuevos desafíos en mi vida, y me entregaba a ellos por completo.
Mi madre me quería mucho, y desde la muerte de mi padre me había convertido en su número dos, sólo con la política por encima mío. A decir verdad, últimamente había empezado a insinuar que nuestras fronteras orientales comenzaban a estar amenazadas y que haría falta fortalecer las alianza a través de mi matrimonio con la hija de alguno de los soberanos de la región. E insistía en que estaría bien que empezara a echar raíces poco a poco, pero yo sabía que al final haría lo que quisiera. Y si tenía que acabar sometiéndome a la voluntad de mi madre tampoco sería grave, ya que eso no supondría ningún cambio en mi modo de vida.
Aquí podría acabar mi historia… pero la vida me gastó una broma.
Todo empezó el día que había organizado en el castillo un torneo poético que versaba sobre el amor. A decir verdad, me estaba resultando de un aburrimiento espantoso. Ya no podía soportar escuchar más comparaciones con las flores, pétalos de rosa, mariposas, descripciones del palpitar del corazón y suspiros de añoro. Parecía que todo iba a acabar como siempre, pero entonces apareció un humilde trovador feo como un pecado, y empezó a cantar sobre una princesa no especialmente rica ni bella, pero que, por misteriosas razones, todos los años atraía a cientos de caballeros a pretenderla. Quizá fuese por la excepcional tarea que esperaba a los valientes: aquellos que decidieran afrontar la prueba, pues también podían hacerse atrás, tendrían que adivinar qué había soñado la princesa esa noche, y quien no acertara debería afrontar la muerte. Por eso la llamaban La Bella Durmiente, y el castillo se conocía como el Castillo de los Sueños.
“Fantástico”, pensé. “Es una tarea ideal para mí. Soy inteligente, agudo y apuesto, tengo unos conocimientos amplios y más suerte aún. Merece la pena intentarlo”. Además, estaba convencido de que las oleadas de gente no sólo acudían a visitar a la princesa por lo misterioso de la tarea. “Tiene que haber algo más”, me decía. “Un conocimiento secreto, riquezas ocultas, o quizás la princesa tenga algo realmente excepcional”. Había podido comprobar en repetidas ocasiones que bajo una apariencia no especialmente bella a menudo se escondían otras maravillas mucho más espléndidas. La peor parte era la de los sueños. A decir verdad, no sabía nada de ellos. Apenas había tenido un puñado de sueños en la vida, pero en general no los consideraba un elemento importante de nuestra existencia.
“Pero lo conseguiré”, me dije. “¿Quién si no yo?!”.
Mi madre no se opuso demasiado, puesto que se encontraba en plenas negociaciones de un tratado importante, así que al cabo de un mes que dediqué a diversiones varias emprendí el largo camino.
Viajaba de noche, ya que durante el día el sol apretaba mucho. No soy asustadizo, pero cruzar a solas una gran selva observado desde todos los rincones por ojos extraños y centelleantes y rodeado de ruidos misteriosos no era un desafío cualquiera. Un día al alba vi que una pequeña lechuza gris se había quedado enredada en una trampa puesta para capturar a algún otro animal. Me acerqué y la liberé, pero no arrancó el vuelo de inmediato, tal como yo esperaba, sino que siguió enfrente mío mirándome con atención y saltando sobre una pata y la otra de manera muy graciosa.
– ¿Necesitas algo más?, le dije burlón, y le ofrecí un trocito de pan en la palma de mi mano.
Lo cogió y, cuando ya estaba a punto de alzar el vuelo, se giró, me miró de manera aguda, y tuve la sensación de que con esa mirada la lechuza me transportaba a su mente.
– Te doy las gracias, caballero, por tu ayuda – oí. Soy sólo una pequeña lechuza, pero en la oscuridad de la noche se escuchan muchas curiosidades del mundo. Cuando no sepas cómo actuar ante un problema, recuerda que en la Tierra hay ciudades extrañas donde la gente se dedica a profesiones de las que no tenemos ni la más remota idea. Y si en algún momento te encuentras en apuros, llámame, que acudiré en tu ayuda.
“Qué raro”, pensé. “No acabo de entender lo que ha querido decirme, pero no todos los días un pájaro le habla a un humano”. Me froté los ojos, y la lechuza había ya desaparecido, así que no logré acertar si había sucedido de veras, o si por un momento me había quedado dormido.
En otra ocasión me topé en mi camino con un desfile de hormigas. Detuve el caballo para no pisarlas y, cuando habían pasado, la última de la fila se dirigió a mí:
– Te doy las gracias, caballero, por tu consideración hacia las pequeñas criaturas. No somos grandes ni fuertes, pero sabemos que en muchas ocasiones la paciencia es la mejor de las virtudes. Te daremos un consejo: no te precipites a la hora de resolver la tarea impuesta por la princesa; dile que necesitas un año para llevarla a cabo. Y si tuvieras algún problema, llámanos.
Les agradecí el consejo y proseguí mi camino.
Faltaban sólo dos días de trayecto para llegar al castillo de la princesa cuando tropecé con un caudaloso río de aguas rápidas. Lo crucé a nado no sin dificultades, y cuando había recorrido unos cientos de metros divisé un pobre ornitorrinco desamparado atrapado en un gran árbol. Con mucho esfuerzo conseguí llegar hasta él para liberarlo. Estaba tan débil que tuve que llevarlo de vuelta al río. Se sumergió en él, pegó unos golpes de cola, y en seguida acudieron unos cuantos ornitorrincos más nadando, posiblemente miembros de su familia. Uno de ellos dijo con voz humana:
– Te doy las gracias, caballero, por salvar a nuestra madre. Nosotros, los ornitorrincos, no tenemos mucho juicio, pero somos muy buenos resolviendo enigmas de difícil solución. Si alguna vez te encontraras en una situación así, avísanos y acudiremos en tu ayuda.
Les di las gracias y seguí la marcha. En el horizonte se divisaba ya el castillo, y faltaba poco para que empezara el concurso.
El castillo era especialmente magnífico, pero tenía un punto irreal que lo hacía inquietante. No había ninguna montaña de cristal ni nada parecido. Sin embargo, me daba la impresión que la gente que lo habitaba era un tanto extraña, se movía de manera significativamente más lenta y soñolienta que los forasteros, contestaban con cierto retraso y parecía que estaban medio ausentes.
Pasé la noche en la posada “El Percherón Jorobado”. La comida era malísima, el lecho duro, y en la pared de la habitación alguien había grabado el siguiente escrito: “¿Te imaginabas el cuento del Caballito Jorobado, atontado?”. Al día siguiente me planté en el castillo junto a una multitud de caballeros. Bueno, quizás sea un poco exagerado, pues no llegábamos a los cien.
En el patio la heraldo leyó las reglas del concurso. Se limitaban a decir que se sortearía en qué orden entraríamos esa noche durante media hora y en grupos de diez a los aposentos de la princesa mientras ésta dormía. Durante ese tiempo la podríamos observar, pero nos estaba prohibido hablarle o tocarla. Al día siguiente, y en el orden establecido, deberíamos pasar a la Sala de Deliberación dónde tendríamos que decidir si nos sometíamos o no a la prueba, y entonces quedarnos a resolverla o marcharnos en libertad.
El día lo pasé de manera inusualmente agradable. Encontré una posada mejor (ésta se llamaba “La Caperucita Rosa”), estuve paseando por la ciudad, aunque sin que demasiadas ocasiones para hablar con sus habitantes, y así aguanté hasta el atardecer.
Nos condujeron a los aposentos. La princesa yacía en la cama vestida con un camisón de rica seda e hilos de oro. Era pálida, y sin embargo bella, su pecho se elevaba con calma, despacio, aunque de vez en cuando el ritmo de su respiración cambiaba, y en ocasiones movía levemente las manos y la cabeza. Algo en su cara llamó mi atención: cierta tristeza, resignación… pero quizás fuera sólo producto de mi imaginación. A decir verdad, ni siquiera estaba pensando en qué podría estar soñando, pues me encontraba fascinado con el simple hecho de observarla. Hubiese podido seguir así durante largo rato, y cuando nos hicieron saber que había llegado el momento de abandonar la habitación, tuve la sensación de que habían pasado unos pocos minutos nada más.
Por la mañana, cuando nos encontramos en la antecámara de la Sala de Deliberación, se podía observar todo tipo de comportamiento entre los caballeros allí reunidos: desde una seguridad en sí mismos (real o fingida), pasando por todas las etapas del miedo, hasta la tranquilidad aparente mezclada con desprecio de aquellos que sabían que iban a renunciar a la prueba de adivinar el sueño. Yo mismo me lo había planteado hasta que, felizmente, recordé el consejo de las hormigas. No sé hasta qué punto creía que se trataba de una excusa fácil para no sentirme avergonzado, o si realmente pensaba que era un buen consejo. Pero la decisión estaba tomada.
– Tu prueba, princesa, me resulta demasiado difícil en este momento. Necesitaré por lo menos un año para poder resolverla – le dije tal y como me habían aconsejado las hormigas.
La princesa sólo asintió con la cabeza, pero, y quizás lo imaginé, me pareció percibir una sombra de sonrisa cómplice en sus labios.
Partí del castillo en un estado de cierta confusión interna. Por un lado, me alegraba de haber salvado la cabeza, puesto que la prueba era claramente imposible de superar e inevitablemente habría compartido destino con los pretendientes demasiado confiados en sí mismos, y por otro lado me acompañaba cierto sentimiento de vergüenza por no haber sido capaz, como tantos otros, de cumplir con el desafío que se me había planteado. Pero qué le iba a hacer, si no tenía ni idea de cómo resolver la prueba.
“¡Al diablo con ella!”, pensé en un primer momento. “Puede que sea guapa, pero al fin y al cabo no es una gran belleza. Sus padres parecían bastante aborrecibles, y además… ¿cómo podría gobernar un país lleno de súbditos soñolientos como besugos? No tiene ningún sentido, me vuelvo a casa, que allí me espera un montón de damas interesantes. Seguro que no hay ningún misterio en esta historia, sólo se trata de rumores soltados hábilmente para encubrir que no hay ningún tesoro ni secreto alguno. Al fin y al cabo, ¡cuántos cofres cerrados resultan estar vacíos!”.
Sin embargo, cuanto más vueltas le daba, con más intensidad me volvía a la mente la cara de la princesa, y más difícil me resultaba olvidar esa imagen. Furioso, azoté al caballo para ponerlo al galope, hasta que casi cae cubierto en sudor, resoplando y echando espuma por la boca. Fue entonces cuando me di cuenta no sólo de lo absurdo de pagar con él mi impotencia, sino también de que no podía apartar de mis pensamientos a la princesa.
Me senté irritado bajo un árbol, golpeándome con una ramita en las piernas, y elevé la mirada al cielo observando los pájaros.
¡Pájaros! ¿Qué narices me había dicho esa lechuza? Que existían ciudades donde la gente se dedicaba a profesiones de las que no tenemos conocimiento. En ese caso, ¡debería haber gente que se dedicase a interpretar los sueños!
Me puse en pie entusiasmado, y partí a toda prisa hacia la ciudad más cercana. Mi entusiasmo enseguida decayó al ver que a mi pregunta la gente, en el mejor de los casos, me tomaba por loco. A veces también me caían insultos, y en una ocasión incluso me echaron de una ciudad pensando que era un espía del reino vecino. Después de unos días así mi paciencia había llegado a su límite y me entraron ganas de volver a casa, pero entonces recordé que la lechuza también me había ofrecido su ayuda. Esperé a que cayera la noche y la llamé. Al rato apareció, aunque no podría asegurar que fuera la misma. Mientras le contaba enloquecido mis problemas, ella iba moviendo la cabeza de una manera muy graciosa. Y volvió a ocurrir lo mismo, oí su voz dentro de mí:
– Más allá de la séptima montaña, más allá del séptimo río, en el país del invierno eterno, encontrarás la Ciudad de los Ladrones de Sueños. Allí podrás aprender todo lo que necesitas.
“Me lo dijo un pajarito, y se fue tal como vino”, pensé enfurruñado recordando un dicho de la infancia.
Permanecí sentado bajo el árbol hasta el amanecer, debatiéndome ahora en una, luego en otra dirección. Ahora pensaba que las lechuzas que hablan, las bellas durmientes y los ladrones de sueños eran una estupidez; luego me venían los temores hacia el largo camino que me esperaba en regiones totalmente desconocidas para mí; y después me invadía el sentimiento extraño de que justo empezaba algo realmente importante en mi vida.
Al final me puse en pie, hice adiós con la mano, y emprendí la marcha hacia el norte.
No os contaré lo largo y duro que fue el viaje para no parecer un fanfarrón, sólo os diré que después de tres arduos meses, sucio, harapiento y con las manos, los pies y la cara congelados, llegué al fin a la Ciudad de los Ladrones de Sueños.
Parecía un lugar de lo más normal, resultaba difícil decir si era grande o pequeña, y no divisaba ningún castillo. Pero apenas podía ver, muerto de frío y cansancio como estaba.
– El señorito debe de venir a aprender de los Ladrones de Sueños- me dijo un tabernero de largos bigotes mientras me servía un plato de ansiada comida bien caliente.
– Aha-musité cortésmente, casi quemándome con la sopa.
– No hace falta que se dé prisa – prosiguió. – Puede usted presentarse allí dentro de unos cuantos días, el aprendizaje llevará largo tiempo.
Esa noche, y quizás por primera vez en muchos años, tuve un sueño claro y profundo. Soñé que estaba en un país extraño y desconocido. Caminaba por las estrechas calles de una ciudad como buscando algo, aunque no sabía el qué. Después, sin dudarlo ni un instante, entraba en un edificio que no recordaba a un templo para nada, pero que sin lugar a dudas lo era. Allí le preguntaba al señor de la casa, que vestía una curiosa bata, si tenía alguna tarea para mí. Él me miró y me dijo que sí, que tenían un jardín muy descuidado que necesitaba que alguien lo arreglara de manera rápida y meticulosa. Me llevó a la parte trasera del edificio, donde me mostró el jardín más bonito, fascinante y mejor cuidado que hubiera visto jamás. Me quedé con la boca abierta, mientras él me traía herramientas de jardinería.
– ¡Pero si este jardín luce precioso! Seguro que mucha gente se encarga de cuidarlo cada día. ¿Qué más podría aportar yo? – pregunté con asombro.
– Todavía hay mucho trabajo que hacer – contestó. – Aunque lo más urgente sería recortar las enmarañadas raíces de la glicinia y la maranta.
Me desperté en mitad de la noche y ya no pude volver a dormirme. No entendía nada del sueño, pero algo en mí me decía que era importante. ¿Qué país era? ¿Quién era ese extraño personaje? ¿Por qué tenía que ponerme a limpiar el jardín mejor cuidado del mundo? ¿Qué clase de planta eran la glicinia y la maranta? Había muchísimas preguntas sin respuesta.
Al cabo de unos días me presenté en la Casa de la Enseñanza. Me recibió un señor amable y cariñoso y estuvimos charlando un rato. Me preguntó quién era, de dónde venía y qué hacía. Luego, repentinamente, me preguntó si tenía medios para pagar por las enseñanzas.
A decir verdad, ni siquiera me lo había planteado.
– Hmm – se entristeció el amable señor, que resultó ser el Maestro de las Bienvenidas. – Nosotros, los ladrones, no solemos dar algo sin recibir nada a cambio. En ese caso, deberás presentarte ante nuestro Gran Maestro.
El Gran Maestro me miró con detenimiento.
– Eres un forastero que quiere aprender de nosotros, pero que no tiene dinero para pagarnos. ¿Por qué deberíamos aceptarlo, y cuál es el motivo real por el que deseas quedarte aquí? – preguntó.
– Pues verá, se me ocurrió venir y aprender de vosotros cómo adivinar el sueño de la Bella Durmiente del Castillo de los Sueños aunque – y en este punto la voz me tembló – ahora mismo no tengo ni la menor idea de por qué he venido en realidad.
Me esperaba más preguntas, pero (y ahora por supuesto sé por qué no las hubo, puesto que ¡podía leer mi pensamiento!) el Maestro sólo dijo con una sonrisa juguetona dibujada en su cara:
– Está bien, vamos a cerrar un acuerdo por un año. A cambio de tu estancia aquí, cada día te levantarás a las cuatro de la mañana y prepararás el desayuno para los estudiantes y maestros. Las lecciones empiezan a las ocho de la mañana y acaban a las ocho de la noche. Hay cinco niveles de iniciación: mañana empezarás con el primero.
Y así fue como empecé mi aprendizaje en el oficio de Ladrón de Sueños. Había muy pocos estudiantes, y las clases eran individuales. Todos teníamos un tutor para cada nivel. Lo primero que nos enseñó el Maestro de las Actitudes fue que lo más importante era nuestra disposición hacia los sueños.
– Si no os tomáis algo con la importancia que tiene ni lo amáis verdaderamente, nunca os mostrará sus secretos. Esa enseñanza es aplicable a todo, también a los sueños – nos contó.
Nos explicó por qué los sueños eran importantes, qué papel jugaban en la vida, qué nos mostraban y qué podían enseñarnos. Algo de eso debía de haber, porque ya a partir de la segunda semana empecé a soñar de manera intensa, cosa que, como ya he comentado, nunca antes me había pasado. Y la fascinación creciente hacia lo que soñaba me permitía ver en ello cada vez más cosas. Pero los maestros nos advertían que aún no debíamos intentar encontrar ningún sentido ni probar de interpretar nuestros propios sueños.
– Esperad – nos decían. – No seáis como la rana que yace al fondo de un pozo y cree que aquello que ve cuando mira hacia arriba es el cielo entero. Primero debéis haceros con las herramientas necesarias para intentar entenderlos. Por ahora simplemente soñad, y dejaos fascinar por aquello que os venga a la mente.
El Maestro de las Estructuras, que fue el siguiente en tomar las riendas de las enseñanzas, nos mostró cómo estaban construidos los sueños, cuáles eran sus piezas elementales. Pero no resultaba fácil en absoluto.
– Los sueños son como una estructura de múltiples capas – nos dijo. – Imaginaos la pared de una casa. Cada uno de sus ladrillos, según en qué posición se encuentre, cumple una función distinta. Del mismo modo, cada elemento de un sueño, dependiendo en qué lugar aparezca y rodeado de qué otros elementos lo haga, puede tener distintos significados. Tomemos en consideración las letras como metáfora. La “O” de la palabra “cielo” no tiene nada que ver con la de la palabra “círculo”. La observación de qué lugar en el mosaico ocupa cada pequeña tesela es la base del pensamiento sobre la estructura.
Había que asimilar todos esos conocimientos, pero sobretodo hacía falta cambiar nuestro modo de pensar hacia uno que permitiera percibir varias estructuras formadas por los mismos elementos pero en distintas configuraciones.
El Maestro de los Significados era una persona muy tranquila y silenciosa, pero cada día se mostraba totalmente distinto, y nos enseñaba diferentes modos de interpretar el sentido de un sueño. Su cometido era mostrarnos cómo descubrir el significado de cada una de las piezas de rompecabezas que conformaban un sueño determinado.
– La interpretación no es la clave – nos explicó. Nos lleva por el camino equivocado, porque presupone que todo el mundo es igual, cuando en realidad un mismo elemento puede significar una cosa distinta para cada persona.
Le llevó muchas semanas enseñarnos distintas técnicas para “convertirnos” en algún elemento del sueño. Nos enseñó a “ser” fuego, leche agria y carpa.
– Cuando hayáis experimentado con todos los sentidos qué es ser cada una de esas formas – nos dijo con una media sonrisa – os revelarán su esencia.
A su turno, el Maestro de las Relaciones se ocupó de explicarnos cómo unir los distintos fragmentos de un sueño en único todo.
– Resulta fácil – nos dijo – cuando distintos personajes del sueño son relativamente parecidos entre sí. Lo difícil empieza en el momento en que nos encontramos varios elementos aparentemente inconexos. Entonces les podéis “dar la vuelta” para que encajen, o buscar un denominador común que los acabe uniendo para formar una sola historia.
El aprendizaje era fascinante, pero cuando acababan las clases a las ocho estaba tan cansado, que me acostaba casi de inmediato. Pocas veces conseguía quedarme después de la cena para conversar con el resto de estudiantes. Y cuando lo hacía nunca hablábamos de nosotros, de dónde veníamos ni quiénes éramos, sólo de los sueños. Al fin y al cabo, después de varios meses de enseñanzas tenía lugar una clase extra en la que todos los aprendices del mismo nivel compartían sus experiencias con los sueños.
La segunda parte del primer nivel la inauguró el Maestro de Mirar a Través de las Cosas.
– No es mala idea que veáis algo concreto – nos dijo – Pero es mejor mirar con más profundidad, ver de dónde surge, quién o qué lo crea. Paraos a pensarlo un minuto – añadió. – Si nos pusiéramos todos en frente de una vela y cada uno de nosotros colocara la mano para crear una sombra en forma de perro en la pared, seguramente esos perros se parecerían mucho entre sí. Eso sería ver “las cosas”, mientras que el mirar “a través de las cosas” conlleva llegar primero a la mano, luego a la totalidad física de la persona que proyecta el perro, y finalmente a la esencia de la misma.
El Maestro de las Señales fue nuestro último profesor, y es quien me causó una impresión más profunda. Me recordaba un poco a un halcón, quizás porque parecía que nada escapara a su atención.
– Estáis llegando al final del primer nivel de aprendizaje – empezó – y más o menos ya sabéis cómo interpretar los sueños. Conmigo aprenderéis que no hace falta en absoluto que una persona os cuente lo que soñó cierta noche para que podáis adivinarlo, del mismo modo que no es necesario que recordéis vuestro sueño, basta con un poco de observación para adivinarlo. Sólo con aprender a observar, escuchar y sentir con atención, leer un sueño “sin sueño” resulta un juego de niños. Empezaréis definiendo de manera muy precisa lo que observáis cuando alguien hace algo. Veréis, por ejemplo, lo distinta que es la gente en su modo de andar. De qué manera levantan los pies, doblan las rodillas, tensan los hombros; cómo pisan pesadamente como un oso o de forma ligera como una mariposa. O de qué manera tan distinta se apartan el pelo de la frente. Todo eso son señales que, unidas a otros elementos, os permitirán concretar lo que os han enseñado los Maestros de las Estructuras, de las Relaciones y de los Significados.
Y nos mostró algunos ejemplos de su maestría.
– Ahora intentad hacer lo mismo con lo que escuchéis. Separad el habla humana en los elementos que la componen, y os daréis cuenta de hasta qué punto dos frases iguales pueden ser distintas por su sonido, por cómo se colocan los acentos, por la fuerza de la voz o el ritmo de articulación, y que según de qué manera la gente diga unas mismas palabras, dos sueños pueden ser diferentes.
Quizás fuera el elemento más largo y difícil de esa etapa de aprendizaje, pero todos nos sentimos muy honrados cuando finalmente nos ascendieron al siguiente nivel.
– Habéis aprendido mucho sobre cómo interpretar los sueños y cómo adivinarlos incluso cuando nadie os los ha contado – empezó el Maestro de los Diagnósticos. – Ahora comenzaréis el siguiente nivel de adquisición de conocimiento bajo mi tutela y la del Maestro de la Captación. Se trata de un nivel en el que aprenderéis sobre el robo y su ética: qué puede robarse y qué no, y por qué y cómo hacerlo. Debéis saber que el ser humano tiene por lo menos tres tipos de sueños – continuó. A nosotros, como ladrones, nos interesan sólo aquellos que puedan aportarnos algo valioso, porque ¿qué sentido tendría robar algo sin valor alguno? De los tres tipos de sueño sólo uno puede ser robado, y mi misión es enseñaros a reconocerlo.
Empezaba a ponerse interesante. Sentí un hormigueo en las orejas que – como interpreté rápidamente – estaba relacionado con mis sueños sobre un gran poder.
Los sueños del primer tipo, los que no tenía sentido robar por no poseer ningún valor ni fuerza, eran los relacionados con la codicia y las ilusiones vanas de alguien. Son sueños surgidos de la pereza y por eso nunca se cumplirán en la vida de esa persona. Un poco como si alguien dijera: “Haría esto y lo otro, pero sé que no tengo voluntad, fuerza ni valor para comprometerme a ello. Así que si otro lo hiciera por mí, lo aceptaría muy a gusto, pero yo no moveré ni un dedo para conseguirlo”.
– Los sueños del segundo tipo – siguió el Maestro de los Diagnósticos – son los sueños esenciales, los que provienen de lo más profundo de un ser, y no se pueden robar bajo ningún concepto. Nunca debería privarse a un oso de su esencia de oso, ni a un ornitorrinco de su esencia de ornitorrinco, pues se perturbaría el orden del mundo, y eso no debería serle permitido ni siquiera a un ladrón.
Y a continuación nos contó sobre el orden secreto del todo y la necesidad de mantener el equilibrio universal del mundo.
– Los sueños acuden a nosotros a través de una puerta de cuerno – nos dijo – y esos son verdaderos, o a través de una puerta de marfil, y entonces son falsos. Como ladrones, a nosotros sólo nos interesan los sueños del tercer tipo, los que son verdaderos pero no forman parte del grupo de sueños “esenciales”. Son los que muestran una versión alternativa de la vida de alguien, real pero que, por distintos motivos, nunca se cumplirá. Así, esos sueños tienen fuerza, potencial y energía, pero para esa persona en concreto resultan inútiles. Es por ese motivo que podemos robarlos tranquilamente y usar nosotros su energía.
Todos estos conocimientos resultaban extremadamente interesantes, y también el hecho de que, al entrar en el segundo nivel, se nos permitía ya usar la Biblioteca de la Escuela. Allí encontré muchos libros excepcionales, y ello hizo que empezara a dormir todavía menos de lo habitual. Me interesaban especialmente las prácticas de tribus de otras culturas en relación a los sueños. Por ejemplo un viajero describía los pueblos que habitaban las islas del Mar de Champa, para quienes los sueños eran tan sagrados, que nada más despertar debían llevarlos a cabo al pié de la letra sin importar cual fuera su contenido. Pero para este viajero lo más curioso resultaba ser el hecho de que – escribía – “parecen la gente más feliz que jamás haya conocido, y nunca he observado en estos pueblos signo alguno de locura o de agresión”.
El Maestro la Captación, mi último profesor, empezó presentando el concepto de fuerza vital y cómo dicha fuerza se manifiesta a través de nuestros sueños.
– El ser humano tiene un potencial enorme – nos dijo. – Pero los sueños nos muestran los lugares con mayor energía. Si la persona puede conectarse con ellos, éstos le regalan una fuerza excepcional y aumentan sus habilidades. Algunos pueden tomarse de inmediato, otros al cabo de un tiempo, y otros, en cambio, – tal como nos había enseñado el Maestro de los Diagnósticos – nunca iban a ser usados, y eran esos precisamente los que podíamos robar para beneficio propio y para aumentar nuestro potencial. Pero al hacerlo – nos dijo – os encontraréis con dos grandes dificultades. La primera, cómo robar esos sueños, quizás no sea tan problemática; pero la segunda, y muy importante, nos obliga a responder a la pregunta de cómo incorporar en nosotros algo que no nos pertenece. A ella dedicaremos la mayor parte del tiempo durante mis clases, porque integrar un sueño ajeno de manera incorrecta puede conllevar consecuencias muy grandes no sólo a vosotros. Por eso todo lo que aprendáis en este nivel debe permanecer en el más absoluto de los secretos.
Y así fue. Obviamente tuve momentos durante las clases en los que me surgían preguntas, pero siempre recibía la misma frase como respuesta: “Eres un estudiante dotado y con curiosidad por el mundo, pero recuerda que no debes llevarte a la boca más de lo que puedas tragar”.
Había pasado un año y se acercaba el momento de mi partida. Sabía que había vivido algo excepcionalmente importante, pero sobre todo tenía la sensación de que acababa de abrir el primer capítulo en el nuevo libro de mi vida. Mi último encuentro con el Gran Maestro de los Ladrones fue muy largo. Quería obtener tanta sabiduría de él como pudiera. Cuando nos despedimos y me dirigía ya hacia la puerta, me acordé de algo.
– ¡Maestro! – le grité. – En nuestro primer encuentro me dijiste que había cinco niveles de aprendizaje. Yo he superado sólo dos, y tengo la impresión de haber tocado los aspectos más importantes relacionados con esta ciencia. ¿En qué consisten, pues, los tres niveles restantes?
El Maestro me sonrió.
– Aplícate en practicar lo que has aprendido, y ven a verme dentro de dos años – comentó brevemente.
Me alejé de él sintiéndome ligero, sabía que algún día volvería. Emprendí el camino de vuelta. Justo empezaba la primavera, que en esos lares significaba que había algo menos de nieve y que el sol se ponía un poco más tarde. Mientras viajaba pensaba cuánto había cambiado en el último año. Aún no sabía si volvería al Castillo de la Bella Durmiente para tratar de adivinar su sueño.
“Al fin y al cabo, hay muchas cosas más importantes en el mundo que interpretar” – pensé. “O quizás vaya para comprobar si sus sueños son idénticos a los míos en el nivel más profundo”.
Todavía ahora no sé qué haré con todo esto, aunque hay un pensamiento que me atormenta: ¡¿por qué diablos me encontraría esos ornitorrincos, y a qué venían sus adivinanzas?!
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Título de la obra: La iluminación de los ornitorrincos.
Cuentos sobre los importantes mecanismos y peligros del desarrollo.
Autor: Tomasz Teodorczyk
Texto de la solapa:
Este libro es un recopilatorio de cuentos que describen los caminos sinuosos del desarrollo humano. Muestra los peligros que pueden encontrarse, así como los mecanismos que nos ayude a sobreponerse a ellos. El libro, escrito por un psicoterapeuta con treinta años de experiencia, se sumerge en las historias y mitos de distintas culturas, y nos descubre razones universales de los destinos de la gente, de las dificultades con que todos bregamos, y de las limitaciones que nos resultan insuperables. En el camino hacia el desarrollo resulta útil buscar en el conocimiento arquetípico que se encuentra en los patrones inconscientes de la psique humana, ya que – recuerda el autor – no hay que olvidar que el proyecto “hombre” es una tarea complicadísima, y el proyecto “hombre con un desarrollo razonable” resulta prácticamente imposible de alcanzar.
La iluminación de los ornitorrincos no es la primera obra de cuentos de talante psicológico publicada por el autor. El anterior libro, Cómo mueren los pájaros, apareció publicado en 2014.
Texto de la contraportada:
No tengo muy claro lo que es la iluminación, pero sí sé alguna cosa sobre los ornitorrincos (unas criaturas que son un poco de todo). Hace años que me los encuentro en la consulta y los talleres. Y, de hecho, yo mismo soy uno de ellos…
Hay un cuento sobre tres monjes zen que miran cómo ondea la bandera de un templo. El primero dice: “Se mueve la bandera”. El segundo, a su vez, proclama: “No, es el viento el que se mueve”. Y finalmente dice el tercero: “Lo que se mueve es la mente”. El tercero, al parecer, era el Sexto Patriarca zen. […]
Normalmente el ser humano sólo es consciente de un nivel de “movimiento”. Así, piensa que “sólo se mueve la bandera” o “sólo lo hace el viento”, o “tan sólo la mente”, e incluso puede no ser ni siquiera consciente de que hay distintos tipos de “movimiento”. Creo que el desarrollo del ser humano pasa por tomar consciencia de los tres niveles de “movimiento” sobre los que versa este relato, y probablemente también de muchos otros que no menciona.
Translation Anna Gibert Montalà